UNA HISTORIA DE PÉSAJ : LA “HAGADÁ DE ROTSCHILD” DESDE LA ITALIA MEDIEVAL Y EL SAQUEO NAZI HASTA ISRAEL

Una versión del libro ritual que se lee en la cena de la pascua judía que fue confeccionada en el siglo XV reapareció en la Universidad de Yale en 1980.

A los nazis les gustaba quemar libros pero no eran tontos: durante su sangriento avance por Europa, al tiempo que imponían su dominio, mataban a quienes se resistían y enviaban a los judíos locales literalmente como ganado hacia los campos de concentración, nunca se perdían la oportunidad de robar objetos valiosos, incluyendo manuscritos antiguos.

Y, con todo el odio hacia los judíos que llevaban encima, tampoco esquivaban la chance de agregar a su botín elementos litúrgicos hebreos, como -por ejemplo- una incunable Hagadá, el libro que establece el orden del “Séder”, la reunión y comida familiar que marca el inicio de Pésaj, con sus recitados y canciones que recuerdan la esclavitud en Egipto y la liberación bajo el liderazgo de Moisés.

Durante la ocupación de París, la demencial avaricia de los nazis fue cruel y exquisita. El robo de magníficas obras de arte de valor incalculable en la capital francesa -y en tantas otras ciudades europeas- está relatado en ensayos de historiadores, novelas y películas de Hollywood.

Menos conocida es la historia de la “Hagadá Rothschild”, una copia del libro ritual manuscrito por un escriba de la Edad Media que formó parte de la colección de arte de la multimillonaria familia judía europea, fue robado por los nazis, misteriosamente recuperado posiblemente por un soldado estadounidense y ahora es uno de los libros más valiosos de la Biblioteca Nacional de Israel.

Un libro que hizo un largo camino desde el norte de la Italia medieval a la actual Jerusalén israelí.

Según establecieron los expertos de la Biblioteca Nacional, la que siglos después se conocería como “Hagadá Rothschild” fue reproducida a mano por un escriba de nombre Yehuda y lleva los dibujos de un famoso ilustrador de su tiempo llamado Yoel ben Shimon, activo en las ciudades de Cremona y Módena en la segunda mitad del siglo XV.

Riquísimamente ilustrada, las páginas en facsímil de la “Hagadá Rothschild” se pueden ver online en el website de la Biblioteca. Se trata de una versión ashkenazi del libro ritual y los dibujos tienen un marcado sabor local y contemporáneo: ben Shimon presenta a los personajes vestidos con ropas medievales y, por ejemplo, las ciudades egipcias de Pitón y Ramses parecen fortalezas italianas.

Con la imprenta moderna todavía en sus primeros orígenes (Gutenberg desarrolló su sistema hacia 1439, la misma época en que ben Shimon se ganaba la vida ilustrando manuscritos), en la Italia del norte medieval convivían básicamente dos tipos de escribas profesionales, los cristianos en los monasterios y los judíos en sus barriadas.

Poco se sabe de Yehuda, el autor de la caligrafía de la “Hagadá Rothschild”, en especial porque los judíos eran más alfabetizados y educados que el resto de la población y había muchas personas capaces de reproducir un texto. Luego venía el trabajo de ilustrarlo.

Un judío podía contratar a un no judío como “iluminador”, como se conoce también a quienes decoraban estos libros, “para que crease hermosas imágenes de una escena bíblica o de una familia alrededor de una mesa, o de flores o de animales, y hay ciertamente muchos ejemplos en Europa de manuscritos hebreos ilustrados por artistas cristianos, pero éste no fue el caso” porque para la “Hagadá Rothschild” Yehuda llamó a ben Shimon, un correligionario, explicó a Infobae el profesor Yoel Finkelman, curador de la Colección Judaica de la Biblioteca Nacional.

Además de las ciudades egipcias amuralladas al estilo italiano y de los judíos del Éxodo vestidos a la usanza de la Edad Media, ben Shimon dejó otras “perlitas” misteriosas en sus dibujos para esta Hagadá. Por ejemplo, al diseñar las ilustraciones para la historia de los cuatro hijos que hacen preguntas durante el “Séder”.

En esa historia hay cuatro hijos bien distintos: el sabio, el simplón, uno medio malo y otro que no sabe hacer preguntas. Durante siglos se elaboraron teorías sobre estos hijos, como que representan distintas miradas dentro de la filosofía judía o a las distintas personalidades que un mismo ser humano puede asumir durante su vida.

Ben Shimon aportó en el siglo XV su mirada irónica y dibujó al hijo sabio en una pose no muy sabia: con un dedo en la nariz. Y también insertó en la Hagadá el dibujo de una persona que, se presume, no es judía y se está emborrachando mientras rostiza en una fogata un animalito que se parece a un cerdo, algo muy poco kosher, por cierto.

Con su hermosa caligrafía y sus ilustraciones burlonas, el manuscrito entró en un silencio de siglos hasta que algún miembro de la familia Rothschild lo detectó y lo adquirió para la colección de antigüedades. Según el repaso del profesor Daniel Lipson, también de la Biblioteca Nacional, la Hagadá habría sido comprada por el barón Edmond de Rothschild, quien continuó agregando manuscritos a la colección iniciada por su abuelo, el banquero alemán Mayer Amschel.

Edmond, conocido entre los judíos como “el gran benefactor”, por su fuerte apoyo al sionismo y a causas caritativas de la comunidad, murió en 1934 y dejó su colección de arte a sus tres hijos. James, el primogénito, quien había emigrado a Inglaterra antes de la Primera Guerra Mundial, envió a un experto a Francia para que evaluara la colección y organizara la división con sus hermanos Maurice y Miriam, conocida también como Alexandrine.

“Después de que los manuscritos fueran divididos entre los hermanos, por razones que todavía siguen siendo un misterio, James Rothschild decidió dejar seis manuscritos hebreos de la colección, incluyendo algunas Hagadot (plural de Hagadá), en Francia”, relata Lipson.

¿Por qué se aficionaban a Hagadot y otros libros rituales judíos unos ricachones mundanos como los Rothschild?
“La familia, obviamente extremadamente rica e influyente tanto en los círculos judíos como no judíos de Europa, estaba muy interesada en libros raros y en manuscritos”, tanto de origen hebreo como cristiano, señala Finkelman.
“Libros y manuscritos son formas de exhibir no solamente riqueza, sino también estilo, educación, buen gusto y apego a la alta cultura -continúa-. Las antigüedades demuestran la sofisticación de sus coleccionistas, su conocimiento, su enraizamiento en el pasado, todos elementos que sin duda estaban presentes en los motivos de la familia” para amasar semejante colección.

Y posiblemente son elementos similares a aquellos que llevaron a los pillos nazis a saquear a familias judías y acumular sus propias colecciones, pero sin tener que invertir dinero, solamente a punta de pistola y a costo de sangre.

“Cuando los nazis entraron en París, el 14 de junio de 1940, inmediatamente pusieron su mira en los ricos locales -dice Lipson-. Los saqueadores nazis robaron principalmente las propiedades de objetivos marcados como ‘hostiles’, como los judíos”, continuó.

Poco tiempo después de que se completó la ocupación de París, “el ideólogo jefe del Partido Nazi, Alfred Rosenberg, envió dos representantes a localizar y recolectar las bibliotecas de esas ‘entidades hostiles’ -precisa Lipson-. Ellos eran Walter Gruta, uno de los directores de la Escuela Avanzada del Partido Nacional Socialista (una especie de universidad para cuadros), y Wilhelm Grau, director del Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía”.

Maurice Rothschild había escondido los manuscritos de la colección familiar en una caja fuerte en un banco parisino, donde creyó que estarían a salvo. Pero, el 21 de enero de 1941, los nazis entraron a las cajas y se llevaron los tesoros allí guardados.

Según relata Lipson, un oficial alemán “dejó un recibo en el banco adonde establecía la fecha y declaraba haberse llevado el contenido de seis cajas, incluyendo la Hagadá manuscrita en la Edad Media por el judío Yehuda e ilustrada por su paisano Yoel ben Shimon.

Este grupo de operaciones liderado por Rosenberg se llevó de París cientos de libros robados de la colección de los Rothschild y de otras familias ricas, y también de instituciones como el Seminario Rabínico local. Los libros fueron llevados a Alemania, en particular al Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía, en Frankfurt, y la universidad para cuadros, en Berlín.

Poco se sabe de para qué querían los nazis los libros rituales de los judíos. Quizás era una forma más de desmenuzar al enemigo, de estudiarlo para poder destruirlo mejor. Lo cierto es que, después de algunos meses en manos de los “estudiosos” nazis, los libros empezaron a ser evacuados porque empezaban a caer las bombas de los Aliados.

Gran parte de los libros y manuscritos fueron llevados a ciudades menores, como Hangen, en Alemania, donde fueron descubiertos por los soldados estadounidenses, o Tanzenberg, en Austria, adonde los encontraron los británicos. También a Raciborz, en Polonia, donde terminaron en manos de los soviéticos.

Los rusos enviaron los libros a Minsk y a Moscú y recién en los ’90, caído el régimen soviético, empezaron a devolverlos a aquellos a quienes fueron robados por los nazis. Los estadounidenses y los británicos hicieron lo mismo pero apenas terminada la guerra, y no de manera completa.

Muchos objetos de valor recuperados de los depósitos nazis se “perdían en el camino”, quedaban en las mochilas de oficiales o soldados como souvenirs casi inocentes o terminaban enriqueciendo a contrabandistas aliados.

Por ejemplo, la “Hagadá Rothschild” aparece en un enorme tomo que las autoridades francesas prepararon después de la guerra con listas de los objetos robados por los nazis durante la ocupación, pero nunca apareció entre los materiales recuperados de los depósitos alemanes.

Pero, en 1948, un doctor estadounidense de nombre Fred Murphy donó a la colección de libros raros de la Universidad de Yale una antigua Hagadá. Poco se sabe de dónde sacó Murphy el manuscrito, solamente que lleva en la última página un pequeño sello con el nombre “William V. Black”.

Las investigaciones de los expertos descubrieron que varios soldados estadounidenses enviados a Europa durante la Segunda Guerra Mundial se llamaban así. Y se piensa que ese soldado Black, o algún conocido o amigo, habría llevado el manuscrito hasta Estados Unidos, adonde de alguna manera llegó a manos de Murphy.

Recién en 1980 el profesor James Marrow, del departamento de Arte de la Universidad de Princeton, identificó el manuscrito como la perdida “Hagadá Rothschild”. Como James Rothschild había muerto en 1957, Yale le entregó la Hagadá a su viuda Dorothy, que vivía en Inglaterra y decidió donar el manuscrito a la Biblioteca Nacional, en Jerusalén.

Para agregar un poco más de misterio, al manuscrito le faltaban tres páginas ilustradas, dos de las cuales aparecieron en el 2007 en una subasta en París. El dealer que las compró las envió a Jerusalén para ser examinadas, allí se estableció que eran parte de la “Hagadá Rothschild” y se decidió comprarlas para reunirlas con el manuscrito.

Hoy por hoy, las Hagadot -que comenzaron a circular entre los judíos después de la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén, en el año 70 de la era cristiana, como forma de seguir recordando la historia del Exodo en una forma “portátil” incluso en el exilio- son básicamente iguales a las que reprodujo con cuidada caligrafía el escriba Yehuda hace unos 550 años.

Las Hagadot que valen miles de dólares, y las que se consiguen en forma de libritos que valen centavos o gratis en internet, dicen lo mismo, y eso mismo fue repetido el viernes por la noche durante el Séder del 2019, el 5779 del calendario judío.

En todas ellas se puede leer que, en la primer noche de Pésaj “Hemos hablado de libertad sin mencionar a Moisés porque no queremos depender de líderes para nuestra liberación / Hemos cumplido como dice la Hagadá, en vernos a nosotros mismos como si hubiésemos salido de Egipto / Hemos hecho así, lo que nadie puede hacer por nosotros”.

 

Fuente: infobae.com

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