¿Cuál es el mayor anhelo del hombre? La libertad. Por ella se han librado las batallas más cruentas de la Historia; en su nombre se han erigido naciones enteras en contra de tiranos y se han derramado mares de sangre inocente para conseguirla. La libertad es la condición necesaria para desarrollarnos plenamente como personas dignas y para ejercer nuestros potenciales, nuestras virtudes y nuestros dones. La libertad es el fin último (o al menos así debiera ser) de una sociedad justa. Sólo los individuos libres pueden vivir de acuerdo a sus creencias, a sus tradiciones y a sus costumbres sin que eso ponga en riesgo su integridad, su vida.
Porque, ¿de qué le vale al hombre trabajar de sol a sol para poseer bienes materiales si no es dueño de su propio tiempo para disfrutarlos? ¿Para qué acumular o anhelar tener más y más dinero, si lo gastamos en cosas que alguien más nos dice que debemos tener? ¿Somos libres en realidad? ¿O somos más bien esclavos del consumismo y de los vaivenes de la moda? ¿Podemos, realmente, ejercer nuestra condición de mujeres y hombres libres y hacer realmente con nuestro tiempo lo que nos plazca y podemos realmente vivir de acuerdo a nuestros ideales? ¿Nos atrevemos a desafiar el Status Quo imperante en nuestra sociedad (cuyo modelo es hoy por hoy Estados Unidos) o intentamos vivir de acuerdo a lo que creemos que es lo correcto y nos arriesgamos a ser “desechados” por el resto del mundo?
Egipto, hace más de tres mil años, era el parangón de la riqueza. No había en el mundo antiguo una nación con más poder económico, con más monumentos al poder (la pirámide de Giza, construida aproximadamente hace cuatro mil quinientos años, ya es testimonio viviente de cómo, desde entonces, Egipto era la nación más poderosa del mundo conocido. Durante épocas difíciles, muchos pueblos cercanos, especialmente del norte, viajaban ahí para comprar grano e intercambiar mercancías.
Uno de esos pueblos era el pueblo hebreo, una nación pequeña y nómadaentre muchas que habitaban la región comprendida entre el Mar Rojo, el Sinaí y el Mediterráneo. Los hebreos, al igual que muchos de los pueblos semitas, cruzaban el Sinaí hacia Egipto en largas caravanas en busca de alimento y en épocas de sequía y escasez, de empleo. Fue así como muchos hebreos emigraron hacia el sur, hacia el país dela abundancia, y obtuvieron trabajo en la construcción, haciendo ladrillos para las grandes pirámides, tumbas y monumentos egipcios. Suena muy familiar y reciente esta historia, ¿no es verdad? Al igual que nuestros compatriotas actuales, los hebreos fueron esclavos de los poderosos, por un sueldo miserable, un trabajo arduo y en condiciones deplorables, sin “cobertura de salud”, ni “prestaciones”. La única diferencia tal vez, es que en aquella época emigraron hacia el sur, mientras que ahora, al menos desde esta parte del mundo, emigramos al norte. Pero la esclavitud es la misma, no importa dónde, cuándo ni quien someta a quien. Pésaj es la historia de cómo un pueblo sometido por los “poderosos” de la tierra, fueron ayudados por el Poder Supremo, el de Di_s, para salir de la esclavitud y caminar hacia la libertad.
Pésaj, o la pascua hebrea, es la historia que los judíos hemos contado a nuestros hijos por más de cien generaciones, y es el canto de rebeldía de una nación pequeña que desafió a los poderosos y exigió su libertad y aunque el faraón se negó mil veces a concedérselas, aunque Di_s envió a Egipto señales muy claras de su poder, castigándolo con plagas, hambre, muerte de los primogénitos y enfermedades, aun así, el faraón no cedía en su postura, pues es muy difícil tener el poder sobre alguien y luego concederle su autonomía, su libertad, pues una persona libre puede llegar a utilizar su libertad para sojuzgarnos o vengarse de nosotros.
Actualmente, nosotros somos esclavos de la nación más poderosa del mundo conocido, pues no producimos sino sólo consumimos todo lo que ellos quieren que consumamos para mantenernos sometidos a su dominio. Toda la basura cultural, política, social y de consumo que ellos, los poderosos, producen, nosotros la consumimos y creemos que somos felices, pues, al igual que los hebreos en Egipto, se conformaban con tener trabajo seguro y pan en su mesa. Nosotros nos conformamos con un carro usado, comida chatarra, una pantalla gigante y celulares y videojuegos para enajenarnos más, para no pensar en nuestra mísera condición de esclavos del consumismo.
Pero eso no es la libertad, aunque nos “vendan” la terrible idea de que “tener es poder”. Si eso fuera cierto, no tendríamos que trabajar como esclavos y vivir para el trabajo en lugar de dedicar tiempo al esparcimiento, a cultivarnos, a practicar el deporte o la actividad cultural de nuestra preferencia. Nuestro tiempo sería nuestro realmente para aprovechar al máximo nuestras capacidades mentales y físicas, para explotar nuestro potencial como seres humanos, en vez de pasar nuestro mínimo tiempo “libre” frente a una pantalla mientras otros, los hombres y mujeres realmente libres, inventan un nuevo artefacto o producto para mantenernos idiotizados y esclavizados, pero preferimos vivir así, esclavizados y enajenados y conformándonos con “pan y circo” como decían los romanos, antes que asumir que la libertad tiene un precio: la responsabilidad, pues la suprema y verdadera libertad va aparejada con la responsabilidad.
Por eso no queremos ser libres, al menos no nos gusta ese tipo de libertad, pues es una libertad que exige responsabilidad. Cuando un niño pide permiso a sus padres para salir a jugar con sus amigos, éstos, si nos buenos padres, le exigen primero que termine su tarea, que prepare sus cosas para el día siguiente, y así. Bueno, del mismo modo, como un padre bueno, amoroso y generoso, Dios nos pide que hagamos buen uso de nuestra libertad. Y ¿cómo lo hace? Como lo hizo con el pueblo hebreo, justamente durante el Éxodo de Egipto, cuando caminábamos hacia la libertad, cuando entregó a Moisés los diez mandamientos en el desierto.
Esa es la única condición que Él nos pide para ser libres. Que vivamos de acuerdo a un código ético y moral imperecedero y trascendente, que amemos al prójimo, que respetemos la vida, en todas sus formas, que no hagamos a los otros lo que no queremos que nos hagan, que cuidemos la “casa”, el planeta tierra, que sirvamos como ejemplo a otros de cómo se debe ejercer el más precioso de los dones, la libertad.
Cuando la libertad va acompañada de un código ético y moral fundado en valores que provienen de Di_s, no puede ser utilizada para someter, sino al contrario, para servir como ejemplo al resto de las naciones de cómo es que se debe vivir. Los hebreos lucharon por la libertad y el derecho a existir como pueblo y aunque lo largo de más de tres mil años de historia otros han tratado de borrarlos de la faz de la tierra, seguimos aquí, pues nuestro poder no proviene de demostraciones y despliegues de grandiosidad, de monumentos, de carruajes tirados por caballos colosales, sino de la humildad ante la presencia del Di-s de la Creación. Nuestra fuerza proviene de la fe en el Di-s de la redención y de creer en que el mundo es sagrado pues Di_s lo creó y nosotros estamos aquí para resguardarlo, para protegerlo del deterioro a que lo someten las naciones poderosas. Deterioro no sólo ambiental, sino moral, cultural, social.
Por eso es que la historia de Pésaj sigue siendo vigente. No hay nada antiguo o pasado de moda. Trata de los mismos temas de actualidad que leemos en los periódicos a diario: la esclavitud, la política, el poder de una minoría sobre otra, el estado, la sociedad, la dignidad humana y de la responsabilidad de los hombres para con sus semejantes. Mientras la libertad de unos sea al precio del sometimiento de otros, la historia de Pésaj seguirá viva y nosotros, los judíos, seguiremos contándosela a nuestros hijos e hijas.