Corría septiembre de 1944, apenas tres meses después del desembarco de los aliados en Normandía, cuando 20.000 soldados británicos llegaron a los Países Bajos en planeadores y paracaídas.
Querían liberar el territorio y luego avanzar sobre Alemania. Pero las cosas no salieron como las habían planeado: los británicos fueron repelidos por los alemanes y debieron replegarse.
Lo que siguió fue un crudo bloqueo establecido por los nazis en partes del territorio. Y casi inmediatamente, la escasez de alimentos y el racionamiento se hicieron sentir.
Para los holandeses, la derrota de las tropas aliadas trajo meses de oscuridad y miseria en lo que se conoció como el «Invierno del hambre», la única hambruna extendida que vivió Europa en todo el siglo XX.
Las raciones eran de dos rodajas de pan, dos papas y un poco de azúcar. Aunque al principio las mujeres embarazadas recibían un poco más, a medida que se agravaba el cuadro los privilegios se fueron acabando. Los adultos comían entre 400 y 800 calorías diarias, no había más.
Pero apenas terminó la segunda Guerra Mundial, en agosto de 1945, la alimentación recuperó los niveles previos al conflicto. Así, la hambruna fue intensa y severa, pero corta.
Y precisamente por eso se convirtió en una fuente invaluable de datos para los científicos.
Los llaman «experimentos naturales»: cuadros de situación en donde una variable cambia, usualmente de manera inesperada, y se pueden seguir los efectos de esos cambios más tarde para estudiar problemas de salud a gran escala.
Esta hambruna fue uno de ellos y permitió estudios que nunca hubieran podido realizarse en el laboratorio.
Un matrimonio y muchos datos
Los primeros en intuir esta riqueza científica fueron Zena Stein y Mervyn Susser, una pareja de médicos que trabajó en Sudáfrica en los años 50.
«Estábamos interesados en nutrición y medicina social a partir de nuestra labor en los barrios marginales», quien tuvo entre sus alumnos a Nelson Mandela y todavía trabaja y publica nuevas investigaciones a sus 94 años.
En particular, el matrimonio estaba interesado en el impacto que tenía la nutrición prenatal en los retardos mentales en los países en desarrollo.
Hasta entonces, se habían hecho estudios con animales que probaban que la falta de nutrientes en el útero materno podría afectar la capacidad del cerebro más tarde.
Pero obviamente no se podía replicar el experimento con humanos… salvo que el experimento hubiera ocurrido ya de manera fortuita.
«Tuvimos este momento de iluminación. Necesitábamos una población humana donde supiéramos que había habido malnutrición y hambre y pudiéramos hacer un seguimiento de los hijos de esas personas que habían padecido hambre para ver qué consecuencias habían tenido».
Así, la hambruna de los Países Bajos se convirtió en un perfecto marco de estudio: «Teníamos una población razonablemente bien alimentada, sometida de pronto a una hambruna y que luego había recuperado su buena alimentación»
Los sectores del territorio que pasaron hambre eran técnicamente idénticos -social, económicamente- a los que no fueron afectados por el bloqueo. Esto permitió la comparación directa entre los bebés nacidos en un mismo período de tiempo en dos contextos similares en los que sólo se había modificado una variable, la disponibilidad de comida.
Y -lo que resultó aún más valioso- dos décadas después de la hambruna, los registros del ejército holandés guardaban datos del estado de salud de todos los hombres adultos nacidos en la época.
«Los hombres se tenían que enrolar para un examen a los 18 años y había datos de esos exámenes, incluidos estudios mentales, que pudimos relacionar con los test de coeficiente intelectual (IQ) tradicionales«.
Lo que Stein y Susser esperaban confirmar era que los bebés privados de nutrientes en el útero tenían luego menor rendimiento intelectual a la edad de 18.
Pero eso no pasó.
«Las mediciones no mostraron eso, parecía que la hambruna no había dejado ninguna huella en el cerebro, lo cual fue bastante sorprendente«.
Una decepción, más bien. Lo único que la pareja pudo confirmar -y publicar- en los años 70 fue que aquellos niños que habían sido afectados por la hambruna en la gestación tenían una predisposición levemente mayor a la obesidad al alcanzar la edad adulta.
Nueva luz y datos reveladores
Pero, dos décadas más tarde, un grupo de científicos en los Países Bajos volvió a revisar los datos del Invierno del Hambre bajo una nueva luz.
Y los resultados fueron muy diferentes a los conseguidos por Stein y Susser.
Gracias a los detallados registros de nacimiento, pudieron rastrear a las personas concebidas o nacidas durante aquellos duros meses para ver cómo había evolucionado su salud a lo largo de cinco décadas.
«Encontramos que los bebés que sufrieron los efectos en las etapas tempranas de gestación registraban mayores índices de obesidad, mayor incidencia de dolencias cardíacas, las mujeres tenían más cáncer de mama y tanto hombres como mujeres sufrían más de depresión», reveló Tessa Roseboom, experta en desarrollo temprano del Academic Medical Centre de Ámsterdam.
Y más: «También parecían envejecer más rápidamente y morir con mayor frecuencia por enfermedades cardiovasculares«.
Cuán perjudiciales fueron los efectos dependía de cuán desarrollado estaba el feto cuando ocurrió la hambruna, establecieron los científicos.
Los bebés mal alimentados en el tercer trimestre del embarazo tenían un peso inferior al normal al momento del alumbramiento, mientras que los malnutridos en el primer trimestre tendían a tener un peso normal.
Pero lo que la investigación de Roseboom sugiere es que un peso de nacimiento aparentemente saludable no es signo de bienestar a largo plazo.
«Una de las explicaciones simples es que cuando el bebé está en formación en el útero materno todos los ‘bloques’ que se necesitan para construir sus órganos vienen o bien de la ingesta de la madre o bien de las reservas almacenadas por ella en el cuerpo. Creo que lo que vemos es que si los ‘bloques’ que se proveen al feto son pobres, se forma un bebé que se ve saludable pero a medida que avanza el proceso de envejecimiento estos órganos de menor calidad se deterioran más rápido«.
Asimismo, los bebés formados en tiempos de hambruna están profundamente programados para operar en condiciones de escasez alimenticia. Lo que significa que, al crecer en un contexto donde esa escasez no existe, tienden a acumular peso en exceso.
¿Hambruna hereditaria?
Pero hay más: estas personas, al crecer, también son más proclives a dar a luz niños más gordos que la media. Curiosamente, la programación que genera la hambruna se traspasa de una generación a la siguiente.
«Los efectos no se limitan a la generación que la sufrió directamente en el útero materno. La segunda generación de bebés también se ve afectada, con bebés que son levemente más grandes si sus madres han estado expuestas a la hambruna en la etapa prenatal», agregó la académica.
Cómo se produce ese traspaso no está del todo claro, ni por cuántas generaciones: todavía es muy pronto para saber cómo evolucionarán los nietos del Invierno del Hambre.
Otras líneas de investigación sobre este desastre natural han ido más allá del peso y el efecto del envejecimiento.
El psiquiatra Ezra Susser, hijo de Zena y Mervyn y hoy profesor de la Universidad de Columbia, encaró un estudio para observar la incidencia de la esquizofrenia, basándose en la teoría de que este trastorno mental tiene su origen en estadios tempranos de desarrollo cerebral.
Susser confirmó que los bebés del hambre tenían mayores índices de la enfermedad, unos resultados que concordaron con una investigación similar sobre las víctimas de una hambruna en China a finales de la década de 1950.
«Estamos muy seguros de que los vínculos (entre nutrición prenatal y esquizofrenia) son reales», apuntó Susser.
Más descubrimientos vinieron del campo de la economía.
Gerard van der Berg, académico de la Universidad de Bristol, miró las estadísticas de empleo de los Países Bajos para comparar a quienes sufrieron los efectos de la hambruna en el vientre materno con los que no.
Y halló «una clara caída de la empleabilidad entre quienes se vieron afectados al principio de la gestación. A la edad de 60, esos individuos tienen una probabilidad significativamente mayor de no haber tenido trabajo».
Una posible explicación, señaló Van der Berg, es que la capacidad cognitiva de estas personas decrece más rápidamente que el promedio en torno a la edad de jubilación.
Estos y otros indicadores, como la mayor incidencia de diabetes o anormalidades cardiovasculares cuando quienes padecieron la hambruna en el útero alcanzan la vejez, prueban que la teoría de base de los esposos Susser-Stein no era errada.
«Su enfoque del problema fue reivindicado», dice su hijo.
Fue quizá demasiado pronto: ellos examinaron a las víctimas de la hambruna a la edad de 18 años y había que esperar a ver los efectos en el más largo plazo.
«La idea general de que la nutrición prenatal puede afectar el desarrollo de toda una vida es una hipótesis confirmada con las investigaciones posteriores», dijo el científico.
Y pusieron de cabeza algunas de las premisas tradicionales de salud infantil, así como las de las políticas de salud: parece ser económicamente más eficiente, entendieron los científicos, destinar el dinero a que la gente tenga un buen comienzo de la vida, que a tratar de corregir los problemas más tarde.
fuente:bbcmundo