La comediante británica Sofie Hagen sufre de ansiedad social. Aquí le cuenta a la BBC cómo utiliza los espacios pequeños para manejar su trastorno.
La primera vez que me escondí en un baño público tenía 14 años. Trabé la puerta, bajé el asiento del inodoro, me senté y esperé a que se me pasara la angustia.
El detonante fue un joven muchacho llamado Magnus que quería besarme porque yo le había prometido una semana antes que sería su novia.
Nunca antes había besado a un chico y, aunque pensé que era algo que quería,mi cuerpo reaccionó de otra manera.
De pronto sentí la necesidad de tener paredes a mi alrededor, lo más cerca posible.
«¡Has estado allí adentro casi una hora!», gritó dentro del baño de mujeres nuestro amigo en común Victor. «Magnus dice que si no sales pronto romperá contigo».
«¡Que lo haga!», le grité en respuesta, y fue así que perdí al primer novio de mi vida pero gané una amistad con los baños públicos y con esconderme en ellos cuando las cosas me superan.
Adelantémosnos al presente. «Me gustaría una mesa para uno en un rincón», le dije recientemente a un camarero en un restaurante.
Tenía altas expectativas para este restaurante porque su baño era perfecto. Estaba en otro piso, alejado de todo. Nadie más podría oírme respirar allí dentro porque los cubículos son completamente cerrados, sin aberturas arriba o abajo.
Cada cubículo tenía además una buena traba y un gancho para colgar mi saco. Era lo suficientemente grande como para que mi trasero se acomodara cómodamente sobre el asiento, sin que la mitad terminara apoyado sobre el tacho de basura que se usa para asuntos vergonzosos de la mujeres.
Y era silencioso: sin música, sin colas, sin otras personas.
Este era un baño cinco estrellas y me quedé allí unos buenos 20 minutos, respirando profundamente (después de tirar la cadena) mientras trataba de recomponerme. Había pasado seis horas enteras entre personas aquel día, personas particularmente ruidosas.
«Si, por supuesto», me dijo el camarero cuando le pedí la mesa. No me sorprendió. A juzgar por sus baños, este restaurante prometía ser uno de los que más atrae a personas con angustia social en toda Inglaterra.
Lo seguí hasta la mesa que estaba… un momento, ¿cómo? ¿En medio del restaurante?
«Es una mesa para uno, pero no está en un rincón», me dijo sonriendo, mientras colocaba el menú. «Que disfrute y déjeme saber si necesita algo».
«Lo que necesito es una mesa en un rincón«, casi le grito. Y capaz lo hubiera hecho si no estuviera pasando por un momento de tanta ansiedad social. Aunque claro, si no hubiera estado angustiada no necesitaría una mesa en una esquina en primer lugar.
Los rincones son increíbles por el mismo motivo que lo son los baños. Cuantas más paredes haya alrededor tuyo separándote de otros mejor.
En vez de eso, me colocaron justo entre dos mesas, ambas con parejas que estaban en sendas citas.
Recuerdo ese día como el día en que aprendí a insistir en que me den una mesa en una esquina. Aquellos a quienes se lo pidas te mirarán como si fueras un bicho raro porque seguramente sean personas a quienes no les importen los rincones y los baños públicos.
Son personas que van a fiestas y les gustan.
Si yo voy a una fiesta me excuso al menos una vez por hora y me voy a sentar a algún lado. Encuentro un rincón (oh, los rincones), una escalera, o salgo y busco un callejón cercano.
Una vez allí respiro profundamente. Unos 15 minutos más tarde siento que debo regresar y me obligo a sonreír y a hacer ver que estoy escuchando las conversaciones, pero lo más probable es que me esté enfocando en no estar en el camino de personas que pasan cerca mío o en las voces a mi alrededor que se tornan cada vez más ruidosas.
Puedo funcionar. Tengo un trabajo con el que no suele interferir mi ansiedad social. Tengo amigos, pero prefiero verlos en sus casas más que en cafés.
Si tengo que ponerle un nombre a estos sentimientos que tengo uso palabras como «angustia social«.
Para ser franca, no estoy segura de cuál es el término técnico. Ansiedad social, angustia social, introversión… nunca me diagnosticaron oficialmente.
Lo describo así: cuando hay demasiadas personas o cuando la gente es ruidosa y he estado con ellas demasiado tiempo empiezo a clavarme las uñas en la mano, comienzo a sudar y luego a hiperventilar.
Google me informa que es el comienzo de un ataque de pánico, pero Google también me dice que Magnus ahora está comprometido con una modelo, así que prefiero no tomar como hecho todo lo que dice Google.
Podría, por supuesto, tratarse de alguno de los otros diagnósticos que he recibido a lo largo de mi vida:
- Vaga: «Vamos, ¿esto es solo porque no quieres subirte al metro en hora pico? ¡Mala excusa!».
- Antisocial: «Nunca vienes a fiestas, ¿cómo se supone que harás amigos?
- Rara: «¿Por qué estás sentada en un rincón? La gente está bailando, ¡ven!».
- Aburrida: «Pareces muerta cuando estás con otras personas».
- Estúpida: «No hablabas y seguías observando todo a tu alrededor así que asumimos que no sabías nada».
- O simplemente arrogante: «No te despediste de nadie, simplemente te fuiste, como si creyeras que eras mejor que nosotros».
Me han llamado «diva» muchas veces. Y supongo que podría serlo sin problema porque, si alguna vez fuera famosa -digamos como Madonna-, mi primer requisito sería que me preparen una mesa en un rincón donde sea que vaya.
Y solo cenaría en restaurantes que tengan baños de cinco estrellas aptos para la angustia social.
Pero sobre todo, solo quiero una mesa en una esquina.
fuente:bbcmundo