El conductor toca ligeramente la bocina y María José Pacheco estira el brazo para mostrar siete naranjas.
Sentada bajo un pequeño árbol junto a un semáforo, pela la fruta con rapidez y perfección y la mete en una malla demasiado débil para soportar el peso.
La mujer venezolana dejó su país, a sus tres hijos menores y su puesto de profesora de educación integral para vender naranjas 12 hora al día. Y sin embargo, está satisfecha.
«Aquí se consigue comida, se trabaja, pero el dinero rinde», dice Pacheco, una entre los miles de venezolanos que en los últimos meses cruzan masivamente la frontera con Brasil para huir de la crisis en su país e instalarse en Boa Vista.
La ciudad brasileña, capital del norteño estado de Roraima y de menos de 300.000 habitantes, ha visto sacudida su tranquilidad.
La llegada de extranjeros ha sobrecargado los servicios de salud, por lo que la gobernadora decretó en diciembre de 2016 el estado de emergencia, que sigue vigente.
Y está generando también tensiones y conflictos entre locales y foráneos.
Boa Vista fue diseñada como París con un centro en el que convergen anchas y largas avenidas.
Y aunque dista mucho de asemejarse a la capital francesa y de aparecer en las guías turísticas de Brasil, para muchos venezolanos es un lugar de ensueño.
En algunos cruces de sus planificadas arterias se los puede ver ganarse la vida bajo el sol, fuerte y constante durante todo el año.
Pacheco trabaja casualmente en una de las intersecciones de la Avenida Venezuela.
A su lado está su hermano. En otro punto de la ciudad, su esposo. Los tres comparten una habitación sin derecho a cocina, lo que les genera más gastos. Pese a todo, consiguen ahorrar y enviar dinero a Venezuela para su familia.
En una semana, Pacheco puede igualar lo que ganaba en un mes en Venezuela como profesora.
Además, en Boa Vista encuentra comida fácilmente y a menor precio que en su país, que por la crisis económica sufre escasez de alimentos y de productos básicos y una elevada inflación.
Por ello, miles de venezolanos han emigrado en los últimos años hacia países como Colombia, Panamá, Brasil, España o Estados Unidos.
Muchos también mencionan la inseguridad como causa de sus migraciones.
«Cualquier sitio es mejor que Venezuela»
La espaciosa Boa Vista, en la que apenas hay edificios altos, es la primera gran ciudad que te encuentras después de la frontera entre Venezuela y Brasil. A unos 200 kilómetros.
El viernes 24 de febrero tuve que esperar en ese puesto fronterizo hasta siete horas para recibir el visto bueno de los dos únicos agentes de la policía federal brasileña que atendían a cientos de personas. Había brasileños, algún turista, pero sobre todo, decenas de venezolanos.
Yosleidis espera con calma junto a su suegra. «Cualquier sitio es mejor que Venezuela», me dice convencida.
La razón de su seguridad es que su marido lleva ya seis meses en Boa Vista, donde ha encontrado trabajo en un puesto de comida rápida venezolana.
Ella va de nuevo de visita. Cuando los niños acaben el curso escolar en julio, se mudará toda la familia, afirma.
A su lado, Julia, de sólo 19 años, carga con una voluminosa maleta.
Ella se va ya definitivamente a Boa Vista, donde su madre lleva varios meses con su hermano de 6 años.
«Él ya habla perfectamente portugués», me dice, orgullosa del pequeño y atemorizada por el nuevo idioma que le espera.
Julia hace cuentas. De momento no seguirá con los estudios que cursaba en Venezuela. Quiere trabajar y cree que puede ganar 400 reales al mes, que al cambio informal en la frontera son unos 480.000 bolívares, mucho más de los 40.000 (más el bono de alimentación) del salario mínimo mensual en su país.
Tanto el marido de Yosleidis como la madre de Julia pidieron refugio en Brasil y lo lograron, y ellas esperan lo mismo.
Es la mejor vía para obtener permanencia legal en el país vecino, que ha limitado incluso a sólo tres días los permisos de estancia.
El gobierno del estado Roraima estima que unos 30.000 venezolanos han llegado por causa de la crisis.
Según los datos de la Policía Federal brasileña suministrados , 2.238 venezolanos solicitaron refugio en 2016. Apenas cinco casos fueron denegados.
Emergencia
El flujo de venezolanos ha generado algunos problemas en la tranquila Boa Vista, una ciudad comercial que concentra la administración del estado.
En diciembre de 2016, la gobernadora, Suely Campos, decretó emergencia de salud pública durante 180 días «por el intenso y constante flujo migratorio».
La medida tiene como meta llamar la atención y pedir ayuda al gobierno nacional en Brasilia.
El Hospital General de Roraima, en Boa Vista, es quizás el mejor indicador de la sobrecarga que supone para el sistema la masiva llegada de venezolanos.
De atender a 324 en 2014, pasó a prestar ayuda a 1.240 en el año 2016. Y de los 2.517 casos de malaria detectados en el estado, 1.947 procedieron del país vecino, de acuerdo a los datos de la gobernación.
«Ha habido un aumento desproporcionado de venezolanos y esto tiene un impacto grande en un país con limitaciones», me dice Douglas Teixeira, director del servicio de urgencias del Hospital General.
El centro, asegura, sufre las consecuencias de la llegada de venezolanos, y no sólo de aquellos que se han instalado en la ciudad sino también de los que se ven obligados a acudir a Boa Vista por la precariedad hospitalaria en la zona venezolana próxima a la frontera.
«Atendemos a todos los pacientes gratuitamente y sin distinción», me dice el doctor Teixeira.
Y lo agradece Alexis Díaz, vestido con una camiseta vinotinto de la selección venezolana de fútbol y sentado junto a la cama que ocupa desde hace una semana su sobrino por una fractura de fémur.
El internamiento y la operación del adolescente suponen un alto costo que cubre Brasil.
«Está mucho mejor atendido aquí», admite Díaz en una pulcra habitación con tres camas, tres pacientes y sus respectivos acompañantes.
El aquí del que habla Díaz se contrapone por omisión con el allí, es decir, con Venezuela.
Tío y sobrino viven en una humilde comunidad indígena cercana a la frontera. El hospital mejor equipado más cercano es el de Boa Vista. Casi 48 horas pasaron desde el accidente de su sobrino hasta que fue hospitalizado en Brasil.
«Regresar será un problema porque no tenemos recursos», me dice preocupado Díaz, cuyo sobrino será intervenido al día siguiente.
El conflicto
La llegada masiva de inmigrantes también está generando tensiones en parte de la población local, que los culpa de generar inseguridad, de un aumento de la prostitución y de aprovecharse de los servicios gratuitos.
«Hay gente que te humilla», me dice Eugenia, una venezolana que limpia parabrisas en un semáforo.
«Hasta he llorado. Pero estoy buscando el pan de mis hijos», afirma con una gruesa chaqueta pese al fuerte calor de esta ciudad próxima a Amazonas.
Varios ciudadanos de Boa Vista me llaman la atención sobre el gran recibimiento que muchos en la ciudad dispensaron en noviembre del año pasado al diputado nacional Jair Bolsonaro.
El político de derecha dice que quiere optar a la presidencia de Brasil en 2018, se compara con Donald Trump y defiende una dura política contra la inmigración. En el caso de Roraima, contra la inmigración desde Venezuela.
Recurre al gobierno de Nicolás Maduro como ejemplo de lo que no puede ocurrir en Brasil con un gobierno de izquierda.
Pero no todo es negativo. Eugenia me cuenta también que cada domingo una señora les lleva comida al semáforo.
Refugio
A final del año pasado, el estado de Roraima creó el Centro de Referencia del Inmigrante (CRI) en un polideportivo abandonado, alejado del centro de la ciudad y que sirve de abrigo para casi 200 venezolanos, la mayoría indígenas warao.
Sobre lo que fue un graderío duermen y amontonan sus pocas pertenencias. Fuera, sobre la tierra rojiza que mancha pies y zapatos, unos lavan ropa, los niños corretean semidesnudos, los más adultos juegan fútbol y voleibol y otros se tumban en hamacas.
«Les damos desayuno, merienda y cena, atención médica, clases de portugués y asesoría para el mercado de trabajo», me explica el teniente del cuerpo de bomberos y defensa civil Fernando Troster, responsable de un refugio transitorio que trata de evitar que los inmigrantes acampen en las calles.
Troster no quiere que llegue más gente y espera mantener el límite de 200 personas, a las que muchos donantes ayudan.
«Pero mientras continúe la crisis en Venezuela, seguirán llegando«, prevé.
Entre esas 200 personas está Charly Gómez, un joven que llegó con solo una mochila a Brasil.
«El idioma es difícil», me dice tras maquillarse para ponerse frente a la cámara, lo que genera las risas de sus compañeros de refugio.
«A veces hay que estar con hombres y hacer cosas que uno no quiere por la necesidad», confiesa sobre cómo se gana la vida.
Ninguna dificultad parece, sin embargo, que lo vaya a hacer regresar a su país. «Aunque tenga que vivir en la calle, yo no voy a volver a Venezuela hasta que aquello no cambie«, asegura, firme. «Busco seguridad, trabajo, que la gente me respete, comida. Aquí, por lo menos, como».
Jefferson Mejía apenas lleva tres semanas en el centro de acogida y en la ciudad. Es colombiano y tras pasar diez años en Venezuela se mudó a Boa Vista con su mujer y sus tres pequeños hijos venezolanos.
«Me dijeron que aquí hay empleo y se vive bien», afirma con la misma esperanza que los miles de venezolanos que están llegando a Boa Vista, en busca de lo que en estos momentos no pueden encontrar en el país vecino.
fuente:bbcmundo